Enseñarle a hablar a una piedra

Los grandes escritores de naturaleza son hombres y mujeres capaces que observan la naturaleza con singular agudeza y, luego, construyen una historia que permite al lector viajar a esos mundos normalmente tan ajenos a nuestra vida cotidiana civilizada. Annie Dillard, sin embargo, va más allá. Annie Dillard ve a través de las grietas que desenreda y reteje el mundo natural, donde los fenómenos aparentemente más dispares encuentran el vínculo que los somete a la misma ley, tan ineluctable como incognoscible. Annie Dillard es hija de Henry David Thoreau, por supuesto, pero también del maestro Eckhart. Annie Dillard es una exploradora tenaz y este es un libro sobre expediciones a algunos de los lugares más remotos de la Tierra (el Polo Norte, las Islas Galápagos, la selva ecuatoriana, el estrecho del Pacífico, la cordillera de los Apalaches...) y a regiones del espíritu a las que muy pocos viajeros han llegado. Aunque, en última instancia, da igual si Dillard nos habla de un viaje a la última frontera o de un paseo por las colinas de Blue Ridge que rodean su casa: en la prosa de esta autora, el mundo natural, el más exótico, el más cercano, brilla, cuando no arde, como la metáfora más lúcida del espíritu. Muy pocos escritores han expresado mejor el miedo inexpresable, la inevitable reverencia que la naturaleza siempre ha suscitado y que nuestra contemporaneidad, tanto en su versión «efectiva» y «extractiva», como en su versión «paisajística» y «sostenible». ¿Quién podría acompañar a Dillard?... Solo puedo pensar en poetas: Emily Dickinson, por supuesto, pero también en el discreto, pero colosal, Robinson Jeffers. Al fin y al cabo, dondequiera que se posa la mirada de Dillard, la belleza del mundo arrebata sus pupilas, y sus palabras, como la mejor poesía, dan cuenta de esa lucha por inscribir el misterio último de una emoción que carece de lenguaje.